Mi Casa, Su Casa
- Alysia
- 18 jul 2021
- 4 Min. de lectura
Una de las cosas en las que he dejado de creer a lo largo de este viaje es en la suerte...

Es muy común que las personas nos la deseen, o pueden llegar a suponer que ya poseemos de mucha. Lo cual es comprensible, considerando que hasta ahora, todo nos ha ido súper bien y bonito.

A veces el bombardeo de malas noticias que llega a nuestros celulares nos hacen pensar que afuera de la burbuja de nuestra casa, vecindario, o círculo social, el mundo está lleno de gente amenazante y malintencionada. Que es pura "suerte" si no nos toca. Y no es que haya dejado de creer en ella por ingenua— me queda claro que nos exponemos a muchos riesgos en este tipo de aventura. Sin embargo, no es la buena "suerte", sino la buena gente la que nos ha salvado de cualquier situación extrema, incómoda o inconveniente, y quienes hacen posible que sigamos aquí y haciendo esto.


Nuestra "suerte" son aquellas personas que nos echan la mano, una sonrisa, un techo o una cobija, muchas veces sin que se lo pidamos. Desde las personas que nos reviven con un "¡ánimo, sí se puede!" cuando nuestras piernas ya no daban más, hasta quien nos comparte un taco, rellena nuestras botellas con agua, se toma el tiempo para darnos una dirección, o nos ayuda de cualquier forma a llegar a nuestro destino. La bondad de la gente desconocida es lo que nos ha encaminado en este trayecto, sin la cual definitivamente no hubiéramos llegado hasta aquí.
El otro día, mi papá y yo llegamos a Nauzontla (Puebla) agotados de una larga rodada bajo la lluvia y de pura subida. Nos llamó la atención una señora mayor parada en frente de su casa, peinando y trenzando su largo cabello blanco que le llegaba casi hasta la rodilla.

Paramos a preguntarle si conocía alguna fondita para comer, y ella ofreció acompañarnos al restaurante de su hija. Sin embargo, cuando llegamos ya se había acabado la comida corrida y ni siquiera les quedaban tortillas :( Fue entonces que Doña Evangelina nos invitó a comer a su casa.

A sus 72 años de edad, esta señora decidió dejar que dos extraños pasaran a su humilde casa, se sentaran en su mesa, y todavía les sirvió una taza de café, un plato de pipián, otro de mole, arroz, frijoles, y por supuesto, muchas, muchas tortillas. Incluso nos confesó que estaba apunto de salir a un mandado cuando la encontramos arreglándose afuera de su casa.

No deja de sorprenderme cómo pueden existir tantas personas dispuestas a abrir sus casas y corazones a nosotros. A sacrificar su tiempo para ayudarnos, desmintiendo la presunción de que nuestra naturaleza como seres humanos es actuar desde un interés propio e individualista.

En mi crianza y en la sociedad con la que crecí, la casa es un espacio sagrado, privado, y reservado para la familia y los seres queridos. No se le abren las puertas a cualquiera. Pero en estos últimos 9 meses, hemos sido bienvenidos a cientos de casas ajenas. Es una sensación inexplicable que tantas personas nos demuestren esa confianza al compartirnos su hogar. Al fin y al cabo, nos están compartiendo un pedacito de sus vidas.


Cada casa es diferente y peculiar, reflejando el carácter de quienes la habitan. Y en nuestra experiencia, nos hemos dado cuenta que toda casa es hermosa cuando la energía que emite lo pinta así.
Muchas veces nos invitan a quedarnos la noche, otras veces a partir el pan, a resguardar nuestras cosas, o simplemente a convivir. ¡Hasta nos han ofrecido pasar al baño o a tomarnos una ducha caliente! Aún después de haber entrado a tantas casas, de todos los estilos y variedades que te puedas imaginar, cada experiencia es única y nos deja conmovidos de humildad y gratitud— sin las palabras suficientes para expresar lo mucho que significa para nosotros. No sólo por el acto, sino por la esperanza que nos inspira sobre la humanidad.

Cabe mencionar que nos terminamos quedando a dormir en casa de Doña Evangelina. No comparto su historia porque haya sido un caso particular, sino al contrario, es una dinámica en la que nos encontramos casi diariamente.

Son tantas las personas como ella que hemos encontrado en el camino, que me tardaría años en deletrearlas aquí sobre la página. Y cada uno ha sido un gesto de amor y benevolencia para el cual no hay respuesta equivalente, nada que podamos ofrecer a cambio que lo amerite, mas que nuestro agradecimiento y por supuesto, el recuerdo. No olvidar y saber que existen esas personas que eligen ayudar al prójimo.

Por eso lo comparto. Porque he tenido la oportunidad— mas no la suerte— de conocerlas. De entrar a sus casas.



Al recibir tantos actos desinteresados y de altruismo, uno también aprende a dar mejor. Su generosidad hacia nosotros nos está enseñando a ser más generosos con los que vienen después de nosotros. Puede que ahora mismo no tengamos una cama o una casa con la cual corresponder, pero cada mano extendida deja en nosotros una semilla que al florecer, siempre buscará retribuir el favor.









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